miércoles, 4 de junio de 2025

La belleza que duele: historia secreta de los rituales estéticos extremos

¿Hasta dónde estamos dispuestas a llegar por belleza? Esa pregunta, que hoy resuena entre clínicas estéticas y redes sociales, tiene una historia que se remonta siglos atrás. Porque, aunque pensemos que las rutinas de belleza actuales son complejas o exigentes, lo cierto es que nuestras antepasadas llevaban la obsesión por la apariencia física a niveles extremos, muchas veces peligrosos e incluso mortales.

La belleza que duele

Cuando la belleza era veneno (literalmente)

Durante siglos, lo que hoy consideraríamos prácticas de alto riesgo eran gestos cotidianos de mujeres que deseaban encajar en los cánones estéticos de su tiempo. En la Europa renacentista, por ejemplo, el uso de maquillaje a base de plomo blanco era habitual entre las clases altas. Este cosmético no solo “iluminaba” el rostro, también causaba parálisis facial, pérdida de cabello y, en muchos casos, la muerte.

Y no era el único veneno disfrazado de glamour. El arsénico, popular entre mujeres del siglo XIX para conseguir una piel más blanca y “pura”, arrasaba con sus glóbulos rojos lentamente. El resultado: una belleza frágil… y una salud aún más.

Belleza con dolor: de corsés a pestañas arrancadas

La frase “para estar bellas hay que ver estrellas” podría haber sido lema de épocas enteras. El corsé, símbolo indiscutido de feminidad durante siglos, modelaba cinturas imposibles a costa de órganos desplazados, costillas fracturadas y desmayos frecuentes por falta de oxígeno. Pero el corsé eléctrico fue aún peor: prometía levantar el busto, corregir la postura y mejorar la digestión, pero sus descargas provocaban quemaduras internas, calambres y lesiones graves.

En Japón, la estética también implicaba sacrificio. La tradición del ohaguro, que consistía en ennegrecer los dientes con una mezcla de hierro y vinagre, representaba madurez y compromiso matrimonial. Por otra parte, las pestañas largas eran consideradas signo de deseo carnal… así que muchas mujeres se las arrancaban con pinzas.

El siglo XX y las promesas eléctricas del progreso

La llegada de la tecnología no trajo necesariamente alivio. A comienzos del siglo XX, comenzaron a popularizarse artefactos que prometían juventud y belleza al instante: rodillos magnéticos, mascarillas de alambre y electroterapias eran vendidas como “innovaciones revolucionarias” en salones de belleza y anuncios de revistas. Sin embargo, muchas mujeres terminaron con quemaduras, dolores cervicales y choques eléctricos tras probar estas máquinas.

Las primeras permanentes tampoco se salvaron: los aparatos utilizados para rizar el cabello requerían horas de exposición al calor y podían llegar a causar quemaduras severas en el cuero cabelludo. Algunas incluso dejaban marcas permanentes en la piel del rostro y cuello.

¿Y hoy? El envoltorio cambió, pero la presión sigue

Es fácil mirar hacia atrás y reírse de estas prácticas. Pero sería ingenuo pensar que la belleza actual está libre de excesos. Aunque los materiales y métodos han cambiado, la lógica de fondo persiste: para encajar en un ideal estético, el cuerpo debe ser moldeado, corregido o mejorado… cueste lo que cueste.

Botox, ácido hialurónico, peelings químicos, cirugías plásticas, láser, criolipólisis, hilos tensores… la lista es interminable. Muchos de estos procedimientos son seguros si se aplican correctamente, pero la promesa que los sostiene es la misma de siempre: la juventud eterna, la piel perfecta, el rostro “sin imperfecciones”. A menudo, estos tratamientos generan efectos secundarios, requieren mantenimiento constante o causan daños si se abusa de ellos.

Y luego están los productos: cremas y sérums con ingredientes impronunciables, cosméticos que prometen milagros y, a veces, ocultan componentes que irritan la piel o alteran su equilibrio.

El problema no es querer verse bien, sino lo que se exige para lograrlo

El deseo de verse bien no tiene nada de malo. Cuidarse, dedicarse tiempo, embellecerse: todo eso puede ser un acto de amor propio. El problema surge cuando el ideal de belleza es tan estrecho y exigente que deja fuera a la mayoría, y empuja a someterse a procedimientos dolorosos o costosos en nombre de la “autoestima”.

Los estándares de belleza cambian con las décadas, pero siempre tienen algo en común: exigen sacrificio. Y ese sacrificio muchas veces se traduce en dolor físico, estrés emocional y presión social.

Hacia una belleza sin sufrimiento

En tiempos donde la diversidad corporal empieza a ser más visible y aceptada, quizás sea momento de preguntarnos: ¿podemos construir una rutina de belleza que no duela, que no obligue, que no excluya?

La historia nos muestra que muchas mujeres han sufrido —y siguen sufriendo— en nombre de la belleza. Pero también nos da herramientas para cuestionar, para elegir de forma más consciente y para entender que lo bello no debería doler. Nunca.